Si, yo maté a Mariano.
Quiero contar esta historia porque de otra manera nunca sabrán lo que sucedió con esa persona tan simple, mediocre e ingenua. Lo que no quisiera contar — aunque de todas maneras lo haré — es la tortura a la que lo sometí durante años, hasta que finalmente lo maté.

Saben, estoy seguro de que también ustedes conocen por lo menos a una de esas personas que no aportan en nada — absolutamente nada — a nadie. Personas que apagan a otras personas. Personas que entran a un lugar e inmediatamente encuentran algo para criticar: el color de las cortinas, el perro muy malcriado, las plantas muy secas, los olores muy fuertes. Personas que critican todo, absolutamente todo. Personas que traen una nube negra y negativa sobre su cabeza de forma permanente. Esas personas sofocan y alguien debería deshacerse de ellas. Mariano era una de esas personas.
Entonces eso hice. Cumplí mi labor social en este poco tiempo que la vida me ha dado. Durante años lo sometí a las peores humillaciones y torturas, mentales y físicas. Lo llevé hasta sus limites — no sabía que un ser humano podía resistir tanto. Algunos días incluso yo me encontré a punto de desmayarme, impresionado por las barbaridades a las que lo sometía. De vez en cuando, me venían imágenes fugaces y recordaba a Irma Grese — conocida como la perra de Belsen — una guardia alemana, quien supervisaba las torturas en Auschwitz. Aún así, continuaba con mi labor, algo dentro de mí decía que no podía parar, no debía parar.
Sin embargo, a pesar del macabro placer que aquellas torturas generaban en mí, después de un tiempo, se me acabó la energía — o las ganas o ambas en realidad. Mariano empezó a salir nuevamente. Lo liberé y simplemente dejé que vagara así, durante horas. Tarde o temprano — me decía a mí mismo — volverá. Y así era, como aquellos perros maltratados que, a pesar de todo, vuelven donde el miserable que les llena el plato de comida. Así volvía Mariano, cabizbajo, ojeroso, derrotado, apestando a mediocridad y pesimismo.
Y las torturas continuaron durante años. Curiosamente, en un momento — no recuerdo con exactitud — él dejó de salir. Ni las cadenas, ni los candados, ni las puertas de hierro reforzado tuvieron que ser utilizadas. Bastó una gran dosis de tortura psicológica y física para convertirlo en un prisionero. Incluso más que eso, pues un prisionero tiene por lo menos un mínimo deseo de escapar de su prisión. Es mucho más difícil salir de la prisión de la mente. Ese era su caso, meses antes del fatídico día en el que dejó de existir.
Seré honesto con ustedes, algunos días pensaba en parar. Algunos días la palabra misericordia se pintaba tenuemente en mi cabeza y en un par de ocasiones estuve a punto de liberarlo, de dejarlo salir, de que vuelva a su patética vida. Una extraña fuerza, casi demoníaca, me detenía. Las últimas semanas fueron las peores. Veía en su cara las ganas de desaparecer, de que el mundo se olvidara de él, como si nunca hubiese existido. Sentí una liberación inmensa, sentí la verdadera piedad el día en que terminé con su vida. Desde ese día, yo empecé a vivir.
Si, lo maté. Maté la mediocridad y esa maldita idiosincrasia de hacer las cosas a medias. Maté el mal hábito de creerse merecedor de todo sin haber pagado el precio por ello. Maté la falta de empatía y, sobre todo, maté esa maldita costumbre de echar la culpa al resto en lugar de asumir responsabilidad.
Hoy me levanté de la cama y fui al baño a lavarme la cara. Me detuve frente al espejo y me quedé petrificado.
— Yo soy Mariano —
ED
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