¿Dónde se traza la línea entre lo que está bien y lo que está mal? En los últimos días nuestro país ha sido testigo del caso de una mujer que padece una complicada e inclemente enfermedad terminal que ha despertado el debate sobre la eutanasia en el Ecuador. Yo, como individuo, debo manifestar que si estuviese en esa situación, de todas maneras preferiría irme de este mundo dignamente. Nadie debería ser obligado a sufrir, de eso estoy absolutamente convencido. Sin embargo, no quiero hablar de temas legales, pues no soy la persona indicada y tampoco quiero entrar en el tema de la dignidad, puesto que aquí existen demasiadas tonalidades que se ajustan a cada persona. ¿Religion, moral, ética? temas que tampoco vienen al caso en este ensayo.
El título se refiere a la superficialidad en la que vivimos hoy por hoy. Una casa llena de condimentos, pero sin comida. Centenares de horas deambulando frente a una pantalla. Nuestro dedo índice se encarga de revelar reels que aparecen como por arte de magia y nos revelan miles de imágenes y videos donde convergen bombardeos a guarderías en países lejanos e impronunciables, bromas pesadas a peatones incautos y gigantes nórdicos que practican ajustes quiroprácticos a perros. Este es el mar absurdo por el que navegamos día a día. Un alumno me dijo hace poco que nos estamos deshumanizando.
— Hace mucho tiempo ya — le respondí.
Los pocos hilos que mantienen el telón de la civilidad aún colgado, pueden romperse en cualquier momento. Podemos observarlo a través de sus agujeros. Las fronteras se abren, en contra de toda lógica, a miles de criminales que llegan a terminar con los últimos retazos de civilidad y cultura. Fronteras — imaginarias por cierto — que no son capaces de mantener a salvo a sus pueblos. Veo, a través de estas mismas pantallas, a miles de inmigrantes entrando a Europa como bandadas de aves migrando al sur cuando llega el invierno. La diferencia— lamentable diferencia—, es que el ser humano está muy lejos de las inocentes criaturas aladas. Traemos con nosotros un equipaje lleno de maldad, de indolencia y de violencia.
Nuestra generación está viviendo el auge y la caída inminente de la civilización tal como la conocemos. Pienso en el adolescente afroamericano que golpeó brutalmente a su profesora en los pasillos del colegio, después de que ella había confiscado su Nintendo Switch. El sonido de los golpes secos contra aquella señora, que yacía inconsciente en el piso tras el primer empujón, aún resuenan en mi cabeza. Pienso en el vecino que subió al piso superior a pedir que bajen el volumen, cuando el orate salió con tijera en mano, junto a su hijo, a amenazarlo. Ni corto ni perezoso, el vecino sacó una 9mm y asesinó a sangre fría a padre e hijo, ahí mismo en el pasillo. ¿Defensa personal? ¿La víctima debería haber pensado dos veces antes de amenazarlo? La verdad, no sé que pensar, he quedado en blanco. Pienso en los jóvenes que no saben si son hombres o mujeres. Pienso en las fiestas desenfrenadas donde políticos y narcotraficantes deciden la agenda para seguir desangrando a nuestros pobres países latinoamericanos, en medio de prostitutas y cocaína. Las venas están más abiertas que nunca, estimado Eduardo.
El Jiu Jitsu, les digo a mis alumnos, es el último vestigio de verdad que nos queda. Una verdad que se encuentra lejos de las pantallas, de los constantes bombardeos de dopamina, de la pornografía, del alcoholismo excesivo. Aquella verdad que solo encontramos, a veces, en un abrazo genuino o en los ojos de un amigo, momentos antes de que se cierren para siempre.
ED
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