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Suirancofi

Hoy almorcé solo. Mi mujer se fue a atender un paciente en Azogues. Tenía un par de horas antes de mi siguiente clase, así que decidí ir a comer en el patio de comidas del centro comercial. En mis años universitarios aprendí a comer solo y, desde ese entonces, veía el patio de comidas como un zoológico.

 

Por eso, me senté con mi bandeja de comida y me puse a observar. Un niño pequeño, de unos tres o cuatro años, se me acercó con su carita llena de comida y la ropa sucia. Más allá su mamá hablaba por celular sin prestarle atención, hasta que lo vio y lo llamó con una seña. Torpemente, el pequeño giró sobre su eje y se alejó en dirección hacia su madre, no sin antes golpear a un señor en la pierna y casi colisionar con un basurero. Un par de mesas de donde me encontraba, una pareja de mediana edad almorzaba. Pero cada uno con su mirada clavada en el celular, mientras una mano sostenía el teléfono, la otra mano la usaba para embutirse las papas fritas. A mi lado izquierdo, un tipo igual que yo, en soledad, tomando una bebida que no supe distinguir. Tenía la mirada perdida y usaba unos audífonos blancos tipo orejeras ¿Será un asesino en serie? pensé. Luego solté una risa: quizás él pensaba lo mismo de mí. Estaba en ese proceso de observación cuando al girar la cabeza la luz me cegó.


Entonces levanté la vista y vi el enorme letrero verde con letras blancas: Sweet & Coffee (Suirancofi). Me sorprendió la cantidad de personas haciendo fila para pagar un café de $4. Tranquilamente podría haber sido yo en esa fila, pero el punto es que pensé en lo siguiente: el éxito de una mezcla entre buena publicidad, estatus y un letrero bien iluminado, capaz de convencer a la gente de pagar $4 por una taza de agua sucia.  — No pagan por el café, pagan por la experiencia, bla, bla, bla — estarán pensando los marketeros que leen estas palabras. Igual, están pagando $4 por agua. Punto. Ojo, yo me considero cafetero y aún así me sorprendo cada vez más de nuestras acciones como seres humanos.





¿Qué somos entonces? Consumidores — responde el alter ego de Jack en el libro de Chuck Palahniuk. Y sí, eso es lo que yo veo en esas escapadas al centro comercial que vienen a ser una tarde en el zoológico para mí. La diferencia es que: en lugar de ver a dos leopardos descansando bajo la sombra, veo un montón de monos desnudos caminando sin rumbo por unos pasillos enormes y mal iluminados, gastando más de lo que pueden en cosas que no necesitan.


Existe otro problema. Y es que ya no solo somos consumidores de cosas, sino también de información. Mientras unos pagan $4 por un café, otros pagan por ideas igual de vacías. Uno de esos influencers de redes sociales apareció recién en la sección de noticias de mi página de Instagram. El imbécil — porque no hay otra palabra — decía que una mujer sería incapaz de defenderse de un hombre. Estamos en el año 2025 y creo que ya está más que comprobada la hipótesis de que una mujer entrenada puede defenderse — y no solo eso, sino hacer mucho daño — a una persona más grande y fuerte. En ese momento, la ebullición de emociones me hizo pensar en buscar al mequetrefe y enfrentarlo contra una de mis alumnas para que le de una lección al ignorante infeliz. Pero entonces me di cuenta de que caí en su trampa: esta gente sabe muy bien que no existe la mala publicidad y, además, vivimos en una época en la que mientras más estupideces digas — o hagas — si estas se viralizan, el objetivo se cumple. 


Me impresionó la cantidad de comentarios de profesionales de artes marciales, retando e insultando al ignorante, ignorando ellos mismos — valga la redundancia — que estaban haciendo lo que aquel idiota quería. Su objetivo: que esas palabras sigan vivas y se expandan hacia la mayor cantidad de gente posible. Incluso ahora me doy cuenta de que estoy a punto de ejercer como relacionista publico de este individuo, pro bono. Pero por eso no mencionaré su nombre. Mejor usaré su apodo: Imbécil Ignorante. Y así, sin querer queriendo, hemos tejido una red enorme, con billones de seres ansiando información: igual que el adicto que va en busca de su siguiente dosis. 


Al salir del centro comercial, una señora en el semáforo vendía fundas de basura. No tenía brazos y usaba un mecanismo ingenioso que le permitía recibir las monedas y entregar las fundas. Revisé mi monedero y, al fondo, encontré una moneda de $1. Se la di un instante antes de que el semáforo se pusiera en verde y le dije que se quedara con las fundas, que no se preocupara.

 

Puse en marcha el carro y me fui, con un profundo disgusto por la raza humana.


ED



 
 
 

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