¡Alvarez!- le gritó uno de los comensales.
Le llamaban Alvarez porque casi siempre traía puesta una remera de un equipo de fútbol, cuya dorsal llevaba el apellido de un jugador retirado y el número 10 en la espalda.
¡Alvarez! — gritó nuevamente el mismo señor, ahora en un tono más alto.
Aquí decían dos huevos — dijo, señalando al menú — y aquí solo veo uno, ¿qué clase de estafa manejan aquí? Llámale al gerente o a la persona encargada de este lugar — espetó.
El gerente — que en realidad era el hijo vago, con una leve adicción a la metanfetamina, del verdadero dueño — llegó a solucionar el problema. Pidió disculpas al comensal mientras mandó a Alvarez a la bodega a recoger sus pertenencias y salir del local.
Disculpe, es difícil encontrar ayuda decente — le dijo al comensal.
Se dio vuelta y se dirigió hacia Alvarez — Lárgate y no vuelvas, mañana te deposito el pago de esta semana — le dijo.
Puedes meterte ese dinero por donde te entre — dijo Alvarez, furioso. Se dio la vuelta y le lanzó dos monedas al comensal — Toma, quince centavos vale un huevo en la tienda. ¡Espero que te atragantes, hijo de puta! — Lanzó la puerta con tal fuerza que estremeció todas las ventanas del local.
Había tardado casi seis meses para encontrar ese trabajo como mesero. Su madre y tres hermanos pequeños dependían completamente de Alvarez para llevar el pan a la mesa. Alvarez perdió a su padre pocos años atrás, cuando una bala perdida le reventó los sesos mientras manejaba su taxi de regreso a casa. Eran las cuatro de la mañana cuando se detuvo en un semáforo en rojo — algo que normalmente, a esas horas de la madrugada, se recomienda no hacer. En ese breve momento, divisó un asalto a una pareja que regresaba de alguna fiesta. En el forcejeo por quitarle el abrigo al novio, al asaltante se le escapó la bala que terminó con su vida. Momento equivocado, lugar equivocado.
El día que perdió su trabajo, Alvarez cayó en una espiral descendente de locura y depresión. Salió del restaurante directamente al bar de la esquina. El mismo bar que frecuentaba su padre, antes de llegar a casa borracho y repartir épicas palizas a su mujer e hijos. Tales eran los golpes, que a veces faltaban a la escuela al día siguiente. No era conveniente que las profesoras indaguen mucho en los ojos morados y, en ciertas ocasiones, los brazos rotos. Bebió un par de cervezas mientras entabló conversaciones banales con dos individuos que entraron al bar. Uno de ellos, un profesor de filosofía de la universidad y el segundo, un policía en su día libre.
Eran las cinco de la tarde cuando salió del bar y, para su mala suerte, Alvarez llegó con olor a cerveza a su casa. En ese preciso momento, llegaba un viejo carro Mazda, destartalado y despintado, seguido de una patrulla de policía. En ellos, venían su novia embarazada, su suegra, una trabajadora social y dos oficiales. Alvarez había olvidado la cita para poder aclarar un malentendido que había sonado las alarmas de un potencial caso de violencia doméstica algunas semanas atrás. Por esta razón, su novia había salido de casa para ir a casa de su familia. La trabajadora social dio por terminada la reunión ni bien Alvarez llego tambaleándose por la esquina.
Voy a perder a mi hija — dijo sin hablar, mientras veía las luces de la patrulla desaparecer tras el polvo del camino secundario. Tres buses necesitaba Alvarez para llegar a su casa desde la ciudad. Sus tres hermanos iban a la escuela dos días a la semana, pues eran los únicos días que podía ir el profesor unidocente. La educación pública en su país siempre fue un insulto. Incluso el, nunca terminó la escuela primaria. A los doce años ya debía ir a trabajar a la ciudad con su padre y su madre — cuando ésta aún podía caminar. Tantos golpes por parte de su esposo la habían dejado en un estado casi catatónico. Alvarez, por tanto, era el único sostén del hogar.
Un par de meses después, Alvarez fue a la ciudad para hacer las compras semanales en el mercado. La situación estaba al límite pues no conseguía trabajo por ningún lado y los recursos empezaban a escasear. Al pasar frente al local donde solía trabajar, vio al tipo responsable de su despido. Lo vio salir de su coche con un paquete entre sus manos. Había dejado la puerta abierta y el motor encendido. Alvarez no dudó y cruzó la calle al trote. Miró, desconfiado, una vez para cada lado y se montó en el asiento del conductor, cerró la puerta, puso en marcha el carro y se fugó.
Por el retrovisor lateral pudo ver al tipo salir del local hacia la carretera, gritando y agitando las manos de manera desaforada, corriendo detrás de el, mientras se volvía cada vez más pequeño y sus gritos más leves, hasta desaparecer por el horizonte. Un par de kilómetros más adelante llegó al enorme puente que conectaba la quebrada. Pisó a fondo el acelerador y miró directamente al punto que, según el, era el más débil de la barrera de seguridad que separaba la carretera del precipicio.
La barrera se rompió sin ningún problema y entonces, mientras el automóvil caía en picada, Alvarez alzó la mirada hacia el retrovisor. Aterrado, se dio la vuelta e hizo contacto visual con un pequeño niño, atado a su asiento de coche.
Todo por quince centavos.
ED
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