El otro día me sentí inútil e incompetente. Me había despertado con migraña, antes de bajar a la primera clase de las seis de la mañana. Hace tiempo que no me daba migraña. A pesar del dolor, decidí hacer el calentamiento junto con el equipo y también luchar. Inmediatamente me sentí sin fuerza, sin ideas y sin timing. Toda acción que quería ejecutar resultaba lenta y torpe. Técnicas que había realizado incontables veces, fallaban una tras otra. Mi cerebro sabía lo que debía hacer, pero el cuerpo no lo acompañaba. Parecía una de aquellas películas en las cuales el audio está desfasado del video, se mueven los labios del personaje sin emitir sonido, y luego, ni medio segundo después, escuchas el diálogo. Así me sentía en esa fría y gris mañana de la sierra ecuatoriana.
En una lucha, contra un alumno avanzado, quedé atrapado en una posición incómoda, una posición de la que había salido miles de veces antes. Esta vez, sin embargo, no podía salir. Empujé, moví mis piernas, traté de fugar mi cadera hacia afuera y nada. Nada funcionaba. En esos pocos segundos mi mente navegó por lugares lejanos. Pensaba en las primeras clases de ese alumno, cuando no sabía ni amarrarse el cinturón. Me acuerdo vestirlo con la chaqueta del kimono como a un niño pequeño y luego indicarle la forma correcta de atar la cinta alrededor de su cintura. Ahora, él me tenía a mi– quien le enseñó todo lo que sabe– a su merced en una posición de dominio total. Incontables horas de práctica consciente y constante fueron elevando su nivel de jiu-jitsu, hasta convertirse en el tremendo luchador que es ahora, y más que eso, un gran ser humano.
Pensaba en la naturaleza misma de mi misión como profesor. Al final, eso es lo que uno busca, ¿no? Ese es el sentido mismo de la travesía: enseñar, y ojalá con el tiempo, esas semillas se tornen en grandes guerreros y personas de bien. Y obvio, si me superan eventualmente, enhorabuena. Aún así, con todo el romanticismo inmiscuido en las palabras anteriores, hay profesores que evitan luchar con sus alumnos. Quizás no pueden tolerar el doloroso hecho de que un individuo, que no sabía absolutamente nada, ahora lo domine en un arte en el que él – supuestamente – es un experto. Cría cuervos y te sacarán los ojos, dicen por ahí. Lo malo, es que ellos creen que aplica en nuestro arte y eso no puede estar más alejado de la realidad. Es un tema de ego. Y se los aseguro, el ego ha matado más personas que todas las espadas juntas a lo largo de la historia. Por tanto, debemos nosotros, como profesores, asegurarnos de que la generación que viene detrás sea mejor que nosotros en todos los aspectos. Mucho mejor. Si no hacemos esto, la humanidad seguirá cayendo en picada.
Entonces, tuve una revelación. Me di cuenta de que el cinturón negro, a la final, no representa el hecho de ser invencible y tampoco representa una victoria eterna. Representa algo mucho más noble y sincero, representa esa naturaleza tan primitiva del ser humano de no darse por vencido. Un guerrero de verdad, decía mi profesor, no es aquel que siempre gana. Un guerrero de verdad es el que siempre lucha, sin importar las consecuencias.
El cinturón negro de tela lo puedo comprar en cualquier tienda y atarlo a mi cintura — como muchos lo hacen. Finalmente, para lo único que sirve es para amarrarse el kimono. Pero la filosofía, la forma de ver la vida, el ethos, no lo puedes comprar en ningún lado. Eso tienes que vivir y respirar en carne propia. Ponerte el kimono día tras día, curarte las lesiones, ganar, perder, llorar, sufrir. Debes pasar por todo eso antes de ser merecedor de aprender las lecciones. Lo dulce, sin lo amargo, no es tan dulce, escuche alguna vez por ahí. Aprendí que cualquiera que adopte esta mentalidad, asegura que su peregrinaje a través de este maravilloso arte sea sublime. Y lo que es mejor aún, su vida entera cambiará para siempre.
Ahora, por el otro lado, si permites que el ego te guíe, seguirás a esa horda de personas que han abandonado el camino, antes de siquiera empezarlo. Al final del día, la decision es tuya.
ED
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