El gorrión chingolo o gorrión criollo (Zonotrichia capensis), es una especie de ave común en la ciudad de Cuenca. Un animal muy simpático que posee un trino armonioso y un copete muy singular. Mi encuentro con Fausto fue completamente fortuito, como la mayoría de cosas importantes en la vida. Estaba trabajando en mi oficina, a la espera de una videollamada con mis hermanos. De repente, escuché un sonido en la puerta de entrada de la academia.
Levanté la mirada por encima del ordenador y vi un pequeño pájaro parado en el tatami. Era muy pequeño, se notaba que apenas había nacido hace pocos días. Frente a la oficina hay un par de árboles conocidos como cepillos (Callistemon lanceolatus), donde anidan varias familias de gorriones y colibríes. Lo primero que pensé fue que tal vez había caído de su nido y me acerqué con la intención de ayudarlo. El pobre animal se asustó y salió despavorido por la puerta, hacia la terraza de entrada al edificio. Pensé que había vuelto a su hogar, que solo estaba temporalmente perdido, así que regresé a mi escritorio. Sin embargo, antes de sentarme para contestar la videollamada, me percaté de que mi pequeño amigo había dejado una pequeña cagada en el tatami, la cual procedí a limpiar antes de seguir con mis quehaceres.
Veinte minutos después, mi conexión de internet falló, así que hice lo que todos hacemos en esos casos: apagar el módem y volverlo a prender. En esa espera hasta que la conexión se reestablezca, volví a escuchar el mismo sonido, pero ahora desde afuera. Era mi amigo tratando — de manera muy torpe — de subir al filo del balcón. Me di cuenta entonces de que no podía volar y trataba, sin éxito, de volver a su hogar. Para no asustarlo, y además con miedo de hacerle daño si lo recogía con las manos, usé una carpeta para levantarlo y ponerlo sobre un arbusto, pues era muy difícil llegar hasta su nido allá arriba en el árbol. El arbusto, pensé, tenía una frondosidad que permitiría al pequeño Fausto escabullirse entre las ramas y estar a salvo, por lo menos esa noche.
Esa noche no conseguía dormir, pensando en mi pequeño amigo. Medité sobre lo dura que es la naturaleza. Yo aquí, en una cama caliente con agua potable a mi disposición, comida en la despensa y pensé en mi amigo Fausto, a la intemperie, a merced del clima y otros peligros. Di gracias por mis bendiciones y cerré los ojos.
Al día siguiente, antes de desayunar, me asomé a la ventana ansiosamente para ver como estaba mi pequeño amigo. Lo vi en la copa del arbusto, un poco más allá de donde lo había dejado la noche anterior. Sin embargo, me sorprendió ver a un par de gorriones adultos sobrevolando el arbusto. Eran los papás, me imaginé. La una — la mamá, no tengo duda — se posó al lado de su pequeño para alimentarlo. Luego, levantó vuelo y sobrevoló el lugar antes de regresar a su nido. Salió una vez más para ver a su pequeño polluelo y después regresó nuevamente. Debe haber repetido este proceso unas tres veces más antes de desaparecer. — Quizás iba atrasada a su laburo — pensé.
Han pasado tres días desde que conocí a Fausto. Todos los días cuando bajo, antes del amanecer, para dictar la primera clase del día, me aseguro de que mi amigo esté bien resguardado en su arbusto. Tengo fe de que en unos pocos días podrá volar. No sé exactamente cual es el tiempo en el que un polluelo de gorrión pueda levantar el vuelo, pero espero que sea pronto. A veces pienso si fue correcto intervenir en la vida de Fausto. Quizás si no lo subía al arbusto esa noche hubiese muerto. Y si moría, sus padres quizás hubiesen empollado más gorriones. Pero el punto es que si lo hice. Intervine en un proceso de vida y lo alteré completamente. Imagino que los papás de Fausto estarán agradecidos conmigo o quizás ese sentimiento es algo humano, demasiado humano.
Hoy, Fausto voló. Como todas las mañanas esta semana, bajé para ver a mi amigo y ya no estaba más. Metí mi cabeza entre los arbustos, busqué entre la jardinera para encontrar a mi amigo, pero no tuve éxito. Me invadió un sentimiento de profunda tristeza hasta que finalmente lo escuché. Levanté la cabeza, hacia el árbol desde donde suponía que se había caído días atrás y ahí estaba mi amigo Fausto. Lo miré y el me miró. Nos despedimos con una venia y seguimos nuestros caminos, seguros de que tanto el como yo aprendimos algo de esta interacción. Un acontecimiento tan trivial como este encuentro, me hizo pensar en temas mucho más profundos como la lealtad, la inclemencia de la naturaleza y los caminos que pueden crear incluso los actos más pequeños. Con Fausto aprendí, que cuando tengas la oportunidad de ayudar, hazlo. Punto.
ED
Don faaustiño carioca