La Catedral de la Inmaculada Concepción de Cuenca empezó a construirse en 1885 y fue concluida casi un siglo después. Su estilo está inspirado en la Basílica de San Pedro en Roma y sobresale como uno de los íconos más representativos de la ciudad de Santa Ana de los Cuatro Ríos, más conocida como Cuenca, hermosa ciudad de la sierra austral ecuatoriana. Tengo el hábito de entrar a la catedral siempre que estoy haciendo alguna gestión por el centro de la ciudad, el silencio que allí habita me atrae y me llama, desde que tengo uso de razón. Quizás por eso siempre fui bastante reservado con respecto a las fiestas, sobre todo en esa edad en la que los compañeros de la secundaria y la universidad se dedicaban a atiborrarse de alcohol. Yo prefería salir a la montaña, rodar en la bicicleta por la costa de Viña del Mar o quedarme horas frente a la fogata en compañía de mis abuelos.
Tres mendigos postrados afuera de la entrada de la catedral, cada uno con un vaso plástico destinado a recolectar monedas donadas por los fieles que entran a respirar un poco de silencio. Tuve que escoger en que vaso dejar la única moneda que tenía en ese momento y eso me dejo pensando un largo rato ¿Acaso ese dólar iba a sacar a aquella persona de su situación actual? ¿Cuántos cientos de personas entran a esa imponente catedral persignándose y al salir, miran hacia otro lado para no sentirse ofendidos con la miseria que circunda la mayoría de templos religiosos alrededor del mundo? Sin ánimo de probar ningún punto o de entrar en una discusión religiosa, me pregunto ¿Por qué las personas más necesitadas generalmente - ojo, digo generalmente - son las más fieles creyentes? Será que la falta de educación se presta fácilmente para distribuir el miedo y aumenta el poder de convencimiento de aquellas ficciones elucubradas durante miles de años de historia de la humanidad. Puede que así sea.
Pablo - nombre ficticio - va a misa todos los domingos, dona un porcentaje de su sueldo a su iglesia local y hornea pasteles en las recaudaciones de fondos para la misma. A Pablo le gusta el vodka. De vez en cuando, mejor dicho, todos los fines de semana llega a su casa completamente ebrio y le pega tremendas palizas a Laura, su esposa, quien lleva siete meses de embarazo. Además, tiene dos hijos de matrimonios anteriores a los cuales no pasa la pensión alimenticia desde hace varios meses. Pablo ha utilizado recursos fraudulentos y abogados canallas para mentir acerca de sus ingresos reales con el fin de pagar el mínimo posible y aun así no suelta un centavo. Pablo lleva un crucifijo de oro de 24 quilates colgado al cuello, todos los días de su vida. Al otro lado de la misma ciudad vive Blanca - nombre ficticio. Ella nunca ha ido a la iglesia, no fue bautizada ni ha hecho la primera comunión. No cree en Adán y Eva ni tampoco cree que si hace buenas obras irá al cielo. Blanca dedica cuatro horas todos los días como voluntaria en un centro de refugiados local. Se encarga de atender a los refugiados de tercera edad y de enseñar historia a los niños y niñas del centro sin recibir nada a cambio. De estos ejemplos hay millones, por todo el mundo, Pablos y Blancas y viceversa.
Aprendí a dar gracias hasta por situaciones que podrían verse como negativas, pero que de cierto modo te enseñan, aunque a veces duela. Y puede doler. Mucho.
Pablo y Blanca nos enseñan una valiosa lección de vida: es mejor fijarse en los actos de las personas y no en los dogmas que predican. En la literatura de Narcóticos Anónimos - aquel grupo de apoyo para la recuperación de adicciones - no hablan de Dios. En su lugar usan el término de Poder Superior, pues las adicciones no perdonan religión, edad, sexo, raza, ni siquiera se fijan en cuánto dinero tenemos en el banco. Aquellas reuniones se identifican por la horizontalidad y franqueza de las intervenciones de cada individuo del grupo, al momento de compartir palabras. Una de las peculiaridades que más me llamó la atención de aquellas reuniones fue la posibilidad de escuchar historias de personas mucho más jodidas que yo. En ese momento empecé a practicar un hábito transformador, ese hábito es la gratitud. Aprendí a dar gracias hasta por situaciones que podrían verse como negativas, pero que de cierto modo te enseñan, aunque a veces duela. Y puede doler. Mucho.
Mea culpa. No. No es tu culpa, ni la mía tampoco. Trato de no utilizar esa palabra que puede ser castrante. La culpa puede generar resentimiento y esa es una emoción sumamente negativa que crece como mala hierba en un invernadero, debemos matarla lo antes posible. Mejor utilizo la palabra responsabilidad, un término mucho más liberador. Entonces, me hago responsable de todos mis actos, de lo bueno y de lo malo. Tal vez en lugar de vociferar contra agentes externos, la iglesia, el presidente, la derecha, la izquierda, por qué mejor no hacemos algo puntual para mejorar el mundo y todos aprendemos a hacernos responsable de nuestros actos día a día, hora a hora, minuto a minuto. Sonrían a un extraño, cedan el paso cuando estén manejando su automóvil, cualquier cosa que pueda ayudar a sobrellevar la existencia a alguien más. Quizás esa persona estaba pasando un mal día y le sacaste una sonrisa. Recuerden, todos la tenemos jodida en algún momento, sean amables. Siempre.
ED
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