Entonces un hombre luchó con él hasta el amanecer. 25 Cuando ese hombre se dio cuenta de que no podía vencer a Jacob, lo tocó en la coyuntura de la cadera, y ésta se le dislocó mientras luchaban. 26 Entonces el hombre le dijo: — ¡Suéltame, que ya está por amanecer! — ¡No te soltaré hasta que me bendigas! — respondió Jacob. 27 — ¿Cómo te llamas? — le preguntó el hombre. — Me llamo Jacob — respondió. 28 Entonces el hombre le dijo: — Ya no te llamarás Jacob, sino Israel , porque has luchado con Dios y con los hombres, y has vencido. Génesis 32:24–28
De esta manera relata el Génesis — el primer libro del Antiguo Testamento — la lucha entre Jacob y el Ángel, que se extendió durante toda una noche. La lucha cuerpo a cuerpo tiene entre 15,000 y 20,000 años de antigüedad. Es decir, mucho antes de aquel combate entre Jacob y el Ángel, los humanos ya empezamos a desarrollar sistemas de combate. Aquella tan trillada frase: Es mejor ser soldado en un jardín, que jardinero en una guerra, es una verdad absoluta y todos deberíamos saberlo. El ser humano ha perdido mucho de sí mismo a raíz de un severo desgaste en sus pilares fundamentales. Hablo de valores como el respeto, el honor y la disciplina. Las artes marciales tienen el poder de transmitir dichos valores a sus estudiantes y mejor todavía, convertir a sus estudiantes en antorchas que extienden ese fuego más allá de lo imaginable.
Llevo un poco más de dieciséis años estudiando el Jiu Jitsu y tan solo hace unas semanas descubrí este pasaje de la Biblia. Me pareció fascinante, pues representa algo que hago todos los días: luchar y enseñar a otros a luchar. Sin embargo, con el pasar de los años, he descubierto que no existe mayor diferencia entre la lucha física y la lucha interna, aquella que todos libramos contra nosotros mismos. En este sentido, el valor supremo del arte marcial es enseñarte a ser un buen soldado para la vida. Un soldado capaz de soportar las peores vejaciones y los dolores más atroces y aún así continuar al frente. Un soldado que socorre a sus amigos, jalando a unos y empujando a otros. Un soldado que, encontrándose en el piso, abatido y con la cara ensangrentada, sea capaz de mirar al diablo directo a los ojos, ponerse de pie y seguir luchando. Necesitamos de urgencia muchas más personas así.
Luchar es duro, es muy duro. Es difícil describir lo que se siente estar frente a otro ser humano y enredarte en una pelea. No obstante, es por esta misma razón que el Jiu Jitsu — o cualquier otra arte marcial en ese sentido— es una herramienta educativa excepcional. El hecho de tener que dedicar miles de horas para entender las minuciosidades del combate le dan su valor. Aquí nadie regala nada, todo te lo ganas a base de dedicación y compromiso. No quiero sonar melancólico, de esos que se la pasan siempre bramando de que todo tiempo pasado fue mejor. Pero es difícil no hacerlo cuando vivimos en una sociedad donde todo lo queremos rápido y con el menor esfuerzo posible. Solo fíjense en las personas que lideran la mayoría de países en la actualidad. Muchos de ellos son narcotraficantes o pedófilos o corruptos o ineptos y en algunos casos, todas las anteriores. ¿Acaso es ese el reflejo de nuestra sociedad, acaso estamos cosechando lo que hemos sembrado? Es por ello que me gusta mirar hacia atrás y recordar que los sistemas educativos antiguos contenían artes marciales como parte de su pensum. La sociedad espartana, por ejemplo, educaba a sus ciudadanos en el arte del combate— hombres y mujeres por igual.
Admito que he bajado la intensidad en mis intentos de convencimiento para que la gente empiece a entrenar Jiu-Jitsu. Aprendí que la lucha — como metáfora — está a nuestro alrededor todos los días, a todas horas, solo debemos prestar atención. Conocí un señor que jugaba tenis en silla de ruedas. Eso es luchar. Conocí una señora que había perdido a su marido en un accidente y hacía malabares con tres trabajos para mantener a sus hijos. Eso es luchar. Conocí un niño que tenía paralizado su cuerpo desde la cintura hacia abajo y entrenaba Jiu-Jitsu. Eso es luchar. Hace pocas horas mi hermano Gustavo terminó la Maratón de Berlín con las pantorrillas acalambradas durante casi la mitad del recorrido. Eso es luchar.
Lo que quiero decir después de tanta palabrería, es que — aunque no luchen, literalmente— siempre luchen.
ED
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