Empecé a leer un cuento que había escrito y publicado un tiempo atrás. A medida que avanzaba, me di cuenta de muchos errores y detalles que debí corregir pero no lo había hecho: ¿por pereza? ¿descuido?, quien sabe. Sin embargo, lo que pensaba que era un gran escrito, poco a poco, se fue derrumbando—como aquellas casas de naipes que hacía de niño, mientras los viejos jugaban canasta. Primero encontré errores gramaticales, de sintaxis, de semántica; y más allá unas comas que estaban de más y en otros lugares faltaban puntos y claridad en las transiciones.
Traté de salir de mi mismo para leer ese cuento desde la óptica de otra persona. Fingir que era alguien más para poder leer un cuento, sin ningún juicio, me resultó imposible. La voz que habita mi cabeza me regresaba a la realidad en cuanto podía. En ese momento tuve una gota de envidia de aquellos grandes actores que interpretan personajes de todo tipo, de épocas pasadas y futuras, cambiando sus voces, su imagen y hasta su percepción de la vida.
He oído, sin embargo, casos en los que ellos terminan perdiendo la cabeza. Al final del día, cuando se acuestan solos en su almohada, con nada más que sus propios pensamientos, llega el tormento de no saber con quien duermes dentro de tu cabeza. Al pensar en ello, esa gota de envidia es reemplazada por ternura y compasión. Terrible vivir — y dormir — sin saber quien eres de verdad.
Mi mujer suele decir que hablo solo. Sobre todo cuando estoy monitoreando las clases de la academia. Dice que muevo los labios pero no salen sonidos. Cuando caigo en cuenta de aquello, me pregunto: ¿será que hablo conmigo mismo o será que me habla la voz dentro de mi cabeza? En ese caso, le explico que yo simplemente muevo los labios, como si estuviese leyendo los labios imaginarios de lo que me quiere decir aquella voz.

Miro por la ventana y veo una casa amarilla, la fachada es sucia, y hay una puerta de metal corroída a medio abrir. Veo colgado un calefón de gas con unos cables salidos y tres niños con el uniforme de la escuela jugando en el pequeño balcón. La voz que habita me pregunta: ¿Qué sería de ti si hubieras nacido en esa casa de enfrente? Después de todo, crecí con ciertos privilegios que mucha gente no tiene. Nunca he pasado hambre y he tenido la posibilidad de estudiar y conocer diferentes culturas. Tengo un techo sobre mi cabeza, y una almohada en donde reposar mis sueños en las noches. Para muchas personas en este planeta, eso es todo lo que piden. Las pocas penurias que he conocido en la vida son una paja en un pajar para otros. A veces logro callar la voz mediante la oración de la gratitud. Pienso en los tres niños que veo jugando en su balcón — que no saben que existo siquiera — y trato de imaginar sus propósitos en la vida.
¿Qué pasa cuando esa voz me engaña? Es decir, cuando logro un objetivo a base de disciplina y trabajo duro y esa voz me felicita, me halaga, me enaltece, me glorifica. Pero en realidad, me traiciona. Digo esto porque siento que a veces me estaciona en la planta baja y resulta que aún queda todo el edificio por subir. Se acomoda muy rápido. Le gusta todo en paz y en calma y entonces vienen los errores no forzados: me relajo demasiado. Lo bueno es que esta situación me abre los ojos y me doy cuenta de que aquel logro solo es significativo si lo mantengo en el tiempo. En ese momento descubro que es la constancia — y no solo la disciplina y el trabajo duro — la que me da esa sostenibilidad.
Esa voz que habita ahí en lo profundo algunas veces me traiciona, y en otras me insufla de orgullo — del bueno — y me da una fortaleza fuera de este mundo para hacer cosas que ni me imaginaba. Y sigo pensando:
¿Qué hago con esa voz que habita en mi cabeza?
ED
Muy bueno bro. Muchas veces esa voz es a la que más escucho. Pues es la que viene de ese mundo sin distracciones. Viene esencial.