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La Virtud Mayor

“Fue un privilegio tenerte como compañero.” — Hachi

Esas palabras están escritas sobre una pequeña lona blanca, como una declaración íntima en medio de la vastedad y el silencio. La lona está engrapada a un marco de madera de no más de 10 x 20 cm. Debajo de ellas están las marcas – desvanecidas ya por el tiempo – de las dos patas delanteras del Hachi. El veterinario encargado de administrar la dosis letal a mi compañero de más de doce años nos la vino a dejar poco tiempo después del aquel día: viernes, 4 de agosto de 2023. Ha pasado un año y sigo viendo ese cuadro todos los días al despertar, frente a mi cama, sobre el estante de libros.


Eran cerca de las seis de la tarde. La mayoría de sus humanos, con quienes había compartido su vida, estábamos ahí alrededor de una cobija y unas velas que lo iluminaban de una manera particular, mágica. No había tristeza en el ambiente, a pesar del llanto. El cáncer era demasiado agresivo como para no tomar aquella decisión.


Mientras el doctor preparaba la dosis de pentobarbital en una jeringa, nosotros teníamos la delicada misión de calmarlo para que la transición sea lo más pacífica posible. Indolora. Más humana, por decirlo de alguna manera.


— Con dos inyecciones ya estaría  listo el procedimiento— dijo el veterinario.


Fueron seis en total. 


Perro guerrero. Perro de pelea. 


Tuvieron que darte seis para que finalmente aceptes partir. Pero te fuiste en paz. Sentí tu último suspiro mientras sostenía tu pata, que se asemejaba más a la de un oso que a la de un perro.





Un perro. ¿En serio estas triste por un perro? Ya ha pasado un año. Supéralo.


Pues no. No creo que se trata tanto de superarlo, como de aprender a crecer alrededor de ello y no, tampoco estoy triste. Creo que la virtud mayor de quienes sobrevivimos a nuestros amigos es recordarlos. Pero además de recordarlos, tratar de ser mejores por ellos, para ellos, independiente de su especie. Es más, muchos humanos — demasiados para mi gusto— podrían aprender una o dos cosas de los animales. Por lo menos estos últimos te atacan y te despedazan de frente, mirándote a los ojos, clavando sus colmillos en tu yugular y sosteniendo esa mirada hasta que lanzas un último suspiro.


— ¡Qué extremo!— se lamentarán algunos.


Pues no, no me parece extremo. Es más, me parece mucho más natural que el proceder de muchas personas.


Solo un perro. Si, quizás era solo un perro. Pero puedo nombrar más de mil virtudes de ese animal que superan con creces las de algunos humanos.


Mil.


Lo siento. Siento si me voy por la tangente, pero a medida que uno va madurando también conoce más al ser humano. Se descubren sus entrañas, su falta de ética, sus bajezas más viles. Sin embargo, también he sido testigo de virtudes. Y en este sentido, la virtud de recordar a los seres queridos que se van antes de poder darles un último abrazo, contarles una última historia, susurrarles al oído cuanto van a hacer falta. En esa virtud reside la capacidad de usar su memoria como una luz que guía nuestro camino hacia adelante, hacia el futuro, con el propósito de ser mejores personas.


Por ellos y para ellos.


En mi caso particular, trato de asemejarme a la persona que Hachi pensaba que era, con todos mis errores y mis vicios.


Un poco mejor cada día, nada más — pero nada menos.


ED

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