“… Ahora, continué, imagínate nuestra naturaleza, por lo que se refiere a la ciencia, y a la ignorancia, mediante la siguiente escena. Imagina unos hombres en una habitación subterránea en forma de caverna con una gran apertura del lado de la luz. Se encuentran en ella desde su niñez, sujetos por cadenas que les inmovilizan las piernas y el cuello, de tal manera que no pueden ni cambiar de sitio ni volver la cabeza, y no ven más que lo que está delante de ellos.” — Alegoría de la Caverna, Platón
Aristocles fue el nombre que, supuestamente, le dieron al nacer. En su juventud compitió en los Juegos Ístmicos como luchador y por eso, algunos historiadores atribuyen su reconocido sobrenombre (Platón) a su ancha espalda y formidable estilo de lucha. Aunque estos “hechos” han sido refutados por otros historiadores, solo queda seguir con el punto principal de este ensayo: la nueva cueva.
Dos mil quinientos años han pasado desde que Platón describió aquella cueva. La semana anterior, las redes sociales explotaron con el estreno de un artefacto capaz de sumergirte en una realidad virtual que — incluso para mí, que nací en 1985 — me resultó alucinante, por no decir aterrador. Los Apple Vision Pro Max Extra Ultra — o como se llamen — son esa primera galleta que le das a un perro para que empiece a obedecer órdenes sencillas. Los humanos nos convertimos en eso: animales, medio racionales, que se comportan de tal o cual manera, dependiendo de estímulos de castigo y recompensa. Nada más, y nada menos. El problema es que ahora la sobrecarga de estímulos es mucho más invasiva que nunca — y poco a poco las interfaces neurales serán cosa del día a día.
Interfaz neural, memoricen esas dos palabras.
Hordas de monos caminaban por todo el reino. Usaban gafas que les permitían vivir otra realidad. Pasaban por encima de los cadáveres de sus compañeros y familiares, pero la nueva realidad aumentada no les permitía distinguirlos. Los últimos párrafos de este misterioso relato, escrito, dibujado, garabateado por parte de un primate, un animal, una bestia, cuentan acerca de la triste desilusión de criar seres ingratos. Seres que terminan por arrancarte las vísceras. A pesar de ello, nunca dio el brazo a torcer y mientras cerraba los ojos antes del último estertor, les sonrió a sus asesinos mientras lo devoraban vivo.
El bien, después de todo, quedó tatuado en esa última sonrisa, antes de cerrar los ojos. — El Mono Ingrato
Curioso. Nos meten de nuevo en una cueva. Una cueva digital, suspendida en una nube invisible llena de datos, bits y universos digitales donde nos hacen creer que podemos conquistar ese mundo imaginario. Pienso en los seres humanos dentro de cien años; seres obesos, alimentados por sondas intravenosas con la dosis justa de nutrientes para no morir. Seres monstruosos, conectados día y noche a estos aparatos que simulan una realidad que no es, manejada por inmensas corporaciones que, a su vez, son producto de algoritmos sofisticados que se nos fueron de las manos.
Este tren de pensamiento me conduce por lugares absurdos, cosas que nunca antes — por mi denominada educación tradicional — se me hubiesen cruzado por la mente. Crecer — madurar como dicen otros — es sinónimo de experiencia y sabiduría. Lo que nadie te cuenta, es que todo eso viene acompañado de una severa dosis de realidad. Y si, el viejo cliché ha demostrado ser verdadero; la realidad duele, y mucho.
La desilusión de ver tus certezas, hacerse añicos frente a tus ojos, es algo que mucha gente no soporta. Por eso no me sorprenden las tasas de suicidio en el mundo. Cuando te das cuenta de que la gente bien que solías ver — aquellos extremadamente generosos amigos — han sido tocados por los tentáculos de la corrupción. Cuando escuchas noticias de dos niñas, de tres y diez años, que fueron descubiertas muertas, en un saco de yute, enterradas cinco metros bajo tierra. Cuando te cae el plomazo de que la palabra ya no vale para un carajo y la lealtad se vende y se compra a diario como un commodity más.
Hablo de esa realidad. Entonces, cuando esa dosis de realidad entra en mi sistema, pienso que incluso los que creen que la tierra es plana, están más cuerdos que el resto. Y quizás, esta nueva cueva de la que hablo, sea nuestro mea culpa.
ED
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