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Writer's pictureEsteban Darquea Cabezas

Game. Set. Match.

tiebreak del último set: 5–2, 5–3, 5–4, 5–5, 5–6, 5–7.


Game. Set. Match.


Así terminó mi última aventura en un torneo de tenis. Quizás lo más enigmático de la derrota son las distintas emociones que llegan sin previo aviso: ira, frustración, vergüenza, rencor. Tuve ganas de romper la raqueta contra el piso de concreto, luego recordé que — a diferencia de los jugadores profesionales, que tienen diez o más raquetas por partido — solo tengo una, y recién la había comprado. La absurda idea pasó de largo y me limite a decirme:


 —  “¡Qué imbécil!, dejé ir el partido.”


Después de digerir todas las dobles faltas, las voleas contra la red y dos oportunidades de quiebre, solo queda seguir adelante. Lo mismo en el Jiu Jitsu. Lo mismo en la vida. Sin embargo, es fácil decir: sigue adelante, la vida sigue. Pero, ¿qué significa realmente seguir adelante? Qué diablos hacemos con esas dos palabras.





Hace poco leí acerca de una teoría sobre el desarrollo de nuestro cerebro. Decía que hace miles de años, nuestros antepasados primates consumieron una variedad de hongos alucinógenos que crecen sobre el excremento de ciertos animales, en la sabana africana. La psilocibina (también conocida como 4-PO-DMT o 4-fosforiloxi-N,N-dimetiltriptamina) es un compuesto químico responsable de los efectos psicoactivos de estos hongos. Estudios científicos concluyen que su consumo podría ser directamente responsable de fomentar la neuro plasticidad del cerebro, es decir, la capacidad de crear nuevas conexiones entre las neuronas. Esto, a su vez, podría haber creado nuevos caminos cognitivos que sustentan procesos más complejos como el lenguaje o los pensamientos simbólicos.

 

Hábito espectacular este de escribir, en todo caso. Llevo más de cuatro años escribiendo de manera constante. No obstante, no se trata solamente del acto en sí mismo de escribir, pues millones de personas están escribiendo emails, ensayos para la universidad o monografías para el colegio, en todo momento, alrededor del mundo. El acto de reescribir, entonces, ha sido pues la fuente más importante de donde minar los beneficios de plasmar palabras sobre el papel — o en este caso, una pantalla.


En una entrevista, Hemingway revela la importancia de la reescritura: 

Entrevistador: “¿Cuánto reescribes?” 
Hemingway: “Depende. Reescribí el final de Adiós a las armas, la última página, 39 veces antes de quedar satisfecho.” 
Entrevistador: “¿Había algún problema técnico? ¿Qué era lo que te había detenido?” 
La respuesta de Hemingway: “Encontrar las palabras adecuadas."

Por supuesto, desde aquellos monos intoxicados con visiones psicodélicas hasta Ernest Hemingway, existió un complejo proceso evolutivo. Sin embargo, se cree que para poder comunicar aquellas visiones, de alguna manera tuvieron que evolucionar los sistemas de comunicación, sobre todo en cuanto a la gramática y la sintaxis. Quizás esas visiones y su respectiva transmisión mediante el lenguaje - primitivo en ese entonces - fueron las bases de las fábulas e historias que dieron forma a las ideas y religiones que conocemos hoy en día.


En este sentido, la capacidad de insultarnos a nosotros mismo o, en su defecto, de darnos aliento mediante dos o tres palabras, tiene un linaje evolutivo de cientos de miles de años. La curiosidad de unos monos hambrientos que, en la búsqueda de alimento entre las heces de otros animales, encontraron por casualidad una sustancia que modificó sus cerebros. Me quedo pensando, ensimismado, en si esta puede ser la razón que me permite estar aquí y ahora, escribiendo estos garabatos en una maquina que, a su vez, está conectada con el mundo entero.


ED


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