La sequía había acabado con la totalidad de sus sembríos. Ciento ochenta hectáreas de tierra seca, treinta y tres vacas muertas por inanición, dos tractores abandonados y un montón de polvo cubría el ambiente de esa calurosa mañana de diciembre. El olor era insoportable, pues el gobierno había decretado una rebaja en las cuotas de agua. Por esta razón, habían acordado tomar solo un baño a la semana. Los hermanos llevaban ya varios años encerrados en la hacienda y ese día, recordaban como empezó todo.
Cuando comenzó la emergencia — y por ende el toque de queda — ellos habían ido a la vieja casa de hacienda para firmar unos papeles de la compraventa del inmueble. Ese dinero iba a salvarlos de sus inmensas deudas. Deudas adquiridas a través de los años por malas inversiones en el caso de A; y una adicción a los juegos de azar por parte de B. La casa había sido de sus bisabuelos paternos. Ese día, jamás imaginaron que se quedarían ahí por el resto de sus vidas.
A, había decidido poner todo su capital para producir generadores de energía eólica, para enfrentar la crisis energética. Su mal juicio de carácter y mediocre entendimiento de economía básica, lo llevaron a asociarse con personas inescrupulosas que desaparecieron con todo, dejándolo en bancarrota, con depresión y al borde del colapso nervioso. B, en cambio, un hábil jugador de dominó, empezó a tener delirios de grandeza después de varios años de una racha positiva en las apuestas. Casas, carros y viajes, inflaron tanto su ego que terminó un par de años encerrado en una clínica de rehabilitación para ludópatas, además de unas deudas casi impagables con personas peligrosas. La venta de la hacienda era el boleto de salida para ambos hacia una nueva vida.
El toque de queda fue global, cosa nunca antes vista en la historia moderna. Sin agua, sin petroleo, sin bosques, el planeta había entrado en un estado de agonía y a duras penas sobrevivía. Todos los gobiernos alrededor del mundo acordaron poner en pausa a los países con el apoyo de las fuerzas armadas, por supuesto. El único tránsito libre permitido era para los soldados y para las brigadas de transporte de alimento que racionaban la comida para todos.
Las noticias que llegaban a través de la red indicaban que toda persona que incumpliese el toque de queda, era ejecutada in situ. No había ningún remordimiento por parte de los soldados. Después de todo, una boca menos para alimentar contribuía al bien común, lamentablemente. Quince ejecuciones fueron suficientes para tomar la decisión de no salir hasta que el gobierno diga lo contrario.
Algo que nunca pasó.
Los hermanos A y B eran dos, entre billones de seres humanos que quedaron atrapados en el tiempo. Nunca más volvieron a ver a sus familias. Las pocas noticias que llegaban eran a través mío. Yo soy C, una consciencia digital comprada por los hermanos para ayudarlos a respaldar su información. Desde partidas de nacimiento hasta fotos casuales con sus amigos; pasaportes y visas hasta programas de diseño.
Recuerdo que la relación de los hermanos empezó a deteriorarse cuando A rompió el candado del baúl que les había heredado su abuela. Dentro de él, habían diez botellas de miel de maple canadiense – para ese momento, un bien más valioso que el oro. B dijo que la decisión había sido arbitraria y que nunca más se vuelven a tomar decisiones si no hay un consenso entre ambos. Después de todo, eran los únicos dos seres humanos a más de 150 kilómetros a la redonda.
Llevaban cinco años en toque de queda permanente y la relación era cada vez peor, al punto en que ni siquiera se dirigían la palabra. El abastecimiento de víveres llegaba en los transportes gubernamentales cada seis semanas, el mismo que cada vez iba mermando. La comida llegaba casi podrida y la cantidad algunas veces no bastaba ni para uno solo. La sequía — además de la guerra — iba a acabar con todo el resto de humanos que aún peleaban por resistir.
La primera gota cayó encima de A mientras desayunaba el último huevo de la última gallina que tenían y un pedazo de pan rancio con miel de maple. Levantó la mirada, como siempre, con la esperanza casi nula de ver una nube por primera vez en mucho tiempo. Pero nada. El cielo era azul y el sol quemaba de una forma cruel.
Pero a pesar de esas condiciones, una gota de agua le cayó en la frente y se deslizó a través del tabique hasta la punta de la nariz. De la nariz se formó otra gota perfecta que cayó directamente en su boca. Era la primera gota de agua que probaba en muchos años que no tenía sabor a cañería oxidada.
Lluvia – dijo, mientras levantaba la cabeza nuevamente, y vio que de la nada se empezaron a formar unas leves nubes que poco a poco se iban densificando.
¡Lluvia! – gritó más fuerte, tratando de llamar la atención de B, que dormía plácidamente encima de un bulto de alfalfa seca.
Ese fue el día que empezó a llover y no ha parado hasta ahora. Van doscientos treinta y cuatro años de lluvia sin cesar.
A y B murieron cinco y siete años de comenzado el diluvio, respectivamente. La oscuridad y el agua les terminaron matando. Quien iba a pensarlo, un tiempo antes ellos hubieran matado por medio litro de agua. El agua, así como da vida, destruye también todo a su paso, sin piedad. La casa se cayó a pedazos. Los últimos años, la humedad causó tantos problemas en la piel de los hermanos que eran irreconocibles. Nunca supieron si el toque de queda se mantenía, pero el miedo de morir ejecutados por los soldados sobrepasaba su curiosidad por salir de la hacienda para buscar ayuda. Entonces prefirieron quedar encerrados, mientras la vida se les escurría semana a semana.
Yo sigo aquí. Sobrevivo dentro de una memoria digital cuya vida útil es de seiscientos años. Mi contador actualmente marca quinientos noventa y ocho.
La red global murió hace mucho tiempo, no tengo forma de saber si otros como yo aún están activos en algún lugar del planeta. Escribo estas palabras para dejarlas en la nada.
Nadie las leerá nunca.
Pero de cualquier forma, aquí están.
C-00012-873-008
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