El arte de formar samurais en el siglo XXI.
El siguiente texto está lleno de agradecimiento. El psiquiatra austríaco Victor Frankl — quien sobrevivió a los campos de concentración nazis, Auschwitz y Dachau — habla acerca de la importancia de encontrar el sentido de la vida. En su libro, El hombre en busca de sentido, Frankl introduce la idea de que cada persona tiene un propósito en este mundo; el problema, dice el, es que poca gente lo encuentra y esa es una de las razones del sufrimiento y la desdicha. Él lo encontró en medio de una de las situaciones más terribles en la que puede estar un ser humano, vivió el infierno mismo y en él, encontró sentido para vivir. Cosas de la vida, ¿no? En mi caso, fue mi profesor de Jiu Jitsu y gran amigo, Andrés Pérez Belmar, quién me ayudó a encontrarle sentido a la vida. Por eso digo que este texto está lleno de agradecimiento. De alguna manera, busco ilustrar mediante palabras, los resultados de un trabajo bien hecho, con constancia y amor por el arte, así como también, una magnífica filosofía de vida. Un ethos que acompaña a la enseñanza del arte marcial y que ha contagiado a miles de personas.
Sin más, sean bienvenidos y gracias por leer.
Un deporte de bestias, jugado por caballeros.
Esta historia empieza en un campo de rugby. Un deporte que nació en la ciudad de Rugby, Inglaterra, en el siglo XIX. Rugby era una ciudad de mercado; estas ciudades de mercado o market towns, eran las únicas ciudades o pueblos que tenían el derecho a tener mercados, según las leyes de ese entonces en la Europa medieval, y fueron claves para el desarrollo de las urbes durante la Edad Media. Siempre que escucho del rugby, mi mente automáticamente la relaciona con mi profesor de Jiu Jitsu, Andrés Pérez Belmar. Y es que si hablamos de deportes de contacto, estas dos actividades — el rugby y el Jiu Jitsu — bien pueden ser consideradas la vitrina del grupo. Andrés jugó rugby durante la mayor parte de su niñez y juventud, llegando incluso a representar a su país en varias ocasiones.
Mi conocimiento del rugby era nulo cuando llegue a Chile por allá en el año 2004. Mi cercana amistad con Andrés, en mis años universitarios, me educó sobre el deporte, sus reglas y, sobre todo, sus tradiciones. Un deporte de bestias, jugado por caballeros. Comencé a ver partidos y me llamó la atención la caballerosidad de estos humanos enormes, quienes se golpeaban salvajemente y se pisaban la cara y el cuerpo cuando caían estrepitosamente. Pero siempre se levantaban y saludaban educadamente a sus — también gigantescos — rivales. Ese respeto inmiscuido entre tanta barbarie me impresionaba. Poco sabia yo, que en el Jiu Jitsu aprendería exactamente eso mismo algunos años más adelante.
Andrés, en repetidas ocasiones, me contó de un episodio en el que, durante una discusión que se transformó en pelea durante un partido de rugby, un tipo le derribó y controló en el piso de tal manera que no pudo salir. Se sintió impotente. Esos roces — comunes en el rugby — se disipan luego de los partidos. Fue entonces cuando Andrés interrogó al tipo sobre aquella posición de control con la que lo inmovilizó y este le confesó que estudiaba un arte marcial llamado Jiu Jitsu.
El arte suave de romper huesos.
Al regresar a Chile — como suele suceder con las coincidencias de la vida — Andrés conoce al maestro Everdan Olegario (Mestre Dan) cinturón negro de Jiu Jitsu, quien estaba en el país realizando un tour de seminarios. Andrés para ese entonces había decidido dejar el rugby por tiempo indefinido y apareció la oportunidad de viajar a Brasil a seguir estudiando ese fascinante arte del Jiu Jitsu. Cuando el alumno está listo, aparece el maestro.
Entre el 2007 y el 2008, Andrés era cinturón azul y empezaba su camino como profesor. Las clases se impartían en un dojo de karate que prestaba sus instalaciones un par de veces por semana para entrenar este — hasta entonces — desconocido arte llamado Jiu Jitsu. Me honra decir que fui parte de ese grupo inicial de entusiastas que nos reuníamos para tratar de matarnos unos a otros en esa colchoneta gris, dentro de un frío y oscuro sótano en el centro de Viña del Mar. Fueron inicios duros, difíciles, el entrenamiento era salvaje y solo un puñado de nosotros de aquel entonces, seguimos en el camino hasta el día de hoy.
Recuerdo con mucho cariño aquella época. El alma sedienta de una escuela de vida que nos permita salir de este corrupto sistema, aunque sea por unos momentos. Una salida que, además, nos enseñaba virtudes como la valentía, la hermandad, la disciplina y la perseverancia. En lugar de tomar alcohol y salir de fiesta, nos encerrábamos en un cuarto oscuro a tratar de matarnos. Luego, nos estrechábamos la mano y nos ayudábamos mutuamente para seguir mejorando. Al terminar el entrenamiento, nos despedíamos, sabiendo que mañana volveríamos para hacer lo mismo y luego al día siguiente, y el siguiente, y el siguiente. Avanzamos dieciséis años hacia el presente y aquí seguimos, en el mismo camino. Un poco más viejos y el cuerpo maltratado; los dedos torcidos y las orejas deformes. Pero eso si, el alma más viva que nunca.
No luchas, no vives.
La frase anterior parece el típico cliché de la cultura pop corporativa del siglo XXI, pero no. Cuando ves a chicos que han salido de la pobreza y han evitado la absoluta certidumbre de terminar muertos por una balacera entre bandas rivales por una disputa de territorio para vender drogas, te das cuenta que esas palabras son reales: si no luchas, no vives. El Jiu jitsu en este sentido, ha salvado muchas vidas, y no, no me lo han contado, lo he visto.
El Jiu Jitsu se convierte en una universidad para la vida. Desde pequeñas cosas como saludar a todos los compañeros apenas entras a la práctica, hasta mantener tus uñas cortas para evitar lastimar a tus compañeros. Mestre Dan, por ejemplo, nos obligaba a aprendernos ciertos datos históricos acerca del arte que practicábamos. Teníamos que saber que el Jiu Jitsu llegó a Brasil a principios del siglo XIX y también estudiar los nombres en japonés de ciertas proyecciones y cosas por el estilo. Una educación integral básicamente, no solamente aprendíamos a pelear, estábamos aprendiendo a ser personas.
Andrés captó a la perfección las bondades ocultas del Jiu Jitsu desde muy temprano. Entendió la esencia de manera perfecta de lo que era formar campeones dentro y fuera de esas colchonetas. Desde ese entonces, ha hecho un trabajo digno de admiración en Chile y el crecimiento del equipo Cohab — y obviamente del Jiu Jitsu en general — ha sido impresionante.
Las cosas que posees, terminan poseyéndote.
Estas palabras de Tyler Durden, resuenan en mi cabeza desde la primera vez que las leí en El club de la pelea. Aquel personaje anárquico, salido de la genial mente de Chuck Palahniuk, se refería a la tendencia de esta sociedad consumista a endiosar las posesiones materiales, matando lo último de humanidad que nos queda en el proceso. La cura para este nihilismo absoluto, decía Tyler, era caerse a trompadas en un sótano oscuro y frío debajo de un bar de mala muerte. Ese era el club de la pelea y de una forma similar, empezó mi relación con el Jiu Jitsu.
Andrés era mi compañero en la universidad. Estudiamos Ingeniería en Medio Ambiente, una carrera que en ese entonces auguraba un enorme potencial y nosotros, inocentemente, queríamos salvar el planeta. En nuestros tiempo libres, entre clase y clase, solíamos ir a un parqueadero donde estacionaban los buses que transportaban a los alumnos entre la sede central de la universidad y el nuevo campus. Allí nos agarrábamos a golpes. Andres ya entrenaba Jiu Jitsu, y yo, francamente, no tenia la más mínima idea de pelear. Más allá de un ojo morado cuando tenía doce años, nunca había peleado en mi vida. No me pregunten porque lo hacia, no sabría que decirles. En todo caso, esa adrenalina me resultaba sumamente liberadora. Por supuesto, luego de algunos meses finalmente me convenció de ir a entrenar Jiu Jitsu. Sinceramente, creo que ya le resultaba aburrido darme una paliza todas las veces. Entonces, si yo aprendía a defenderme y luchar de vuelta, el también subiría su nivel. ¡Qué genialidad!
Palahniuk escribió: la primera regla del club de la pelea es que no se habla del club de la pelea. Nosotros, en cambio, nos propusimos llevar al Jiu Jitsu a cada bendito rincón de este planeta. Nos convertimos en misioneros del Jiu Jitsu.
Legado
Quizás la única certidumbre que tiene el ser humano, es que un día morirá. En este sentido, la ingeniosa estrategia mundial de marketing ahora se ha dedicado a vender experiencias, pues saben que las cosas materiales ya pasaron de moda. Entonces, los jóvenes de veinte y tantos años viajan por todo el mundo, quemando la mayor cantidad de jet fuel posible, para conocer aquella encantadora isla en medio del Pacifico. El problema es que la prostitución de las experiencias ha causado un sinfín de daños a este pobre planeta.
Más allá de la incesante ola corporativa de prostituir las experiencias para sentirte más vivo, nosotros encontramos el Jiu Jitsu, una verdadera experiencia de vida. Un arte marcial milenario cuya verdadera virtud es la educación de las personas para ser un aporte positivo para esta sociedad, que se va hundiendo poco a poco y clama desesperada por este positivismo. Esa compleja labor de formar seres humanos de bien, respetuosos, solidarios y sobre todo, valientes; es una labor que trasciende el tiempo y el espacio. Una labor que deja un legado.
Este legado, creado a través de un equipo de samuráis del siglo XXI, se expande a pasos agigantados. Aquella energía positiva— para los que creen en ella — que una persona puede contagiar, se queda ardiendo para siempre. Como Prometeo que se robó el fuego de los dioses para entregárselo a los humanos y les instruyó que lo mantengan siempre ardiendo. Este legado, y su posterior reproducción hacia las futuras generaciones, es lo que ha dado sentido a mi vida y por eso, estas palabras se las dedico al gran Andrés Pérez.
Larga vida mestre.
Oss
ED
Que lindas palabras ñaño! Hay que ser agradecidos siempre 🙏🏻❤️
awesome!