Pelucones, aniñados, pijos, gomelos, privilegiados, chetos, hijos de papá, fresas. Palabras usadas por la gente para identificar a los otros, a los que nacieron en un mundo privilegiado, a los que no pasan hambre. Entonces, las generaciones que vienen se preguntan por qué tienen esa bendita suerte. Por qué nacieron así y no de otra manera. Por qué nunca tuvieron que sufrir el hambre, la violencia o la exclusión. ¿Por qué? ¿Qué culpa tienen de haber nacido con propiedades en este y otros continentes, aviones privados, camionetas todoterreno desde el primer año de colegio, clases privadas de esgrima en el country club? ¿Por qué?
Longo, cholo, indio, naco, mitayo, flaite. Palabras latinoamericanas, usadas desde las orillas del río Bravo hasta la Patagonia chilena, para identificar a los otros, a los que si tienen hambre, a los que no nacieron con privilegios ni educación. Sin embargo, de repente, los otros empezaron a acumular billetes verdes. Esos billetes verdes que te compran las acciones del country club y las camionetas 4x4 blindadas. Los hijos de los otros empiezan a ir a los mismos colegios, con guardaespaldas, con ropa cara, con chofer. Entonces, se los juzga de nuevos ricos, de narcos, de lavadores de dinero, de burócratas corruptos.
¿Quién sufre más? El que no tiene nada, pero tiene el potencial ilimitado para conseguirlo todo. O el que tiene todo pero siente, en lo profundo de su alma, que no tiene nada. Entonces, pienso yo, empiezan a moverse lentamente los engranajes del juicio. La libertad de juzgar a quien plazca se convierte en una especie de estupefaciente ante el absurdo de esa contradicción permanente, en unos y otros.
Juzgar se convierte en un juego de estatus.
Algunos quizás necesitan pasar hambre a propósito. Irse a un retiro en la India por quince días, alimentándose solo de agua de flor de loto y pan integral, triple bajo en gluten, azúcar y triglicéridos. Después, con justa razón, viene el paquete todo incluido del Four Seasons Hotel Riyadh en Bali, para equilibrar esas dos semanas tratando de emular la tentación de Jesús en el desierto. Nada como una piña colada en la arena blanca tras casi experimentar el nirvana.
Los otros, en cambio, sufren el hambre de verdad. El hambre que te hace matar a dos adultos mayores a martillazos para poder pertenecer a la pandilla. Rito de iniciación, le llaman. Esa hambre que te truena la panza y te hace ver imágenes fantasmales y alucinaciones aterradoras donde no las hay. Aquella hambre que yo, pequeño burgués, nunca he sentido. Quizá lo más cercano fue una vez, en mis épocas universitarias, cuando vi el puesto de hot dogs cerrado al llegar de madrugada después de una fiesta. Pero no era aquella hambre que duele. Aquella hambre que te convierte en un asesino a sueldo. No, esa hambre no he experimentado.
Indio, longo, pelucón, fresa, mitayo, flaite, cholo. Todos, los unos y los otros, han sido programados para eyacular odio y mantener una batalla constante de estatus. Nuestra posición percibida en los grupos sociales en los que estamos metidos, se ha convertido en el motor central de nuestras acciones. Al mismo tiempo, hemos descubierto como manipular, a través de pantallas y redes invisibles de comunicación, este juego de estatus. Los pelucones, los aniñados, suben fotos en catamaranes en las costas de Mónaco; en la misma red social en la que los longos, los flaites, los nacos, suben fotos con sus Glock 9mm compradas en el mercado negro, fajos de billetes con el rostro de Benjamin Franklin y carros bañados en oro.
Nos pasamos la vida juzgando, jugando un juego invisible para ver cual es el gallo más gallo del gallinero. La búsqueda de estatus se convirtió en un juego de juicio. Narcos y magnates tecnológicos flotan a la misma altura, en diferentes jarrones.
ED
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