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Writer's pictureEsteban Darquea Cabezas

Década

Escribo estas palabras en medio de una molestosa incertidumbre de no saber en que momento se corta la energía. Estamos en el año 2024, y mientras yo pensaba estar conduciendo carros voladores a esta altura, me debo conformar con la triste realidad de que tal vez deba terminar estas palabras con papel y lápiz a la luz de unas velas. En fin. Este es un testimonio para conmemorar diez años. Pero, ¿diez años de qué? Lo mismo me pregunto yo. 


Podría contarles acerca del orgullo inmenso que me habita al ver un sueño cumplido. El sueño de vivir del jiu jitsu. El sueño de ayudar a otras personas a través de esta maravillosa herramienta que me transformó a mí. O que actualmente tenemos más de doscientos estudiantes mensuales, distribuidos entre siete escuelas en cuatro ciudades del Ecuador —  esperando próximamente llegar a diez. O también podría contarles que hemos capacitado a más de un millar de mujeres a través de nuestro programa de jiu jitsu para la prevención de violencia de género. O acerca de las cientos de historias de personas agradecidas — hombres, mujeres y niños por igual — porque el jiu jitsu les ha transformado la vida. Personas adictas, desordenadas, impulsivas, sin ningún tipo de amor propio; transformadas en líderes, personas de bien, personas integras que sirven a su comunidad. 


Pero no, ¡cuánto ego en esas palabras! Prefiero empezar desde el inicio. Es más, esta historia merece ser contada desde el inicio. Después de todo, estas palabras son para mi mismo. Dentro de otros diez, veinte o treinta años, quiero sentarme y leerlas nuevamente, con los años encima y las arrugas marcadas. Quiero leer estas palabras que confirman una vez más, que fui capaz de seguir mi camino sin ningún arrepentimiento. Entonces, recordaré que celebrar diez o quince o mil años, no tiene ningún valor si no disfrutaste la jornada, si no los viviste de verdad. ¿Qué es vivir de verdad? En mi caso, creo que una vida bien vivida es aquella en la que aprendes a amar la rutina. Eso es todo. Si imaginas que Sísifo ama empujar esa enorme roca todos los días hasta la cima, en lugar de verse obligado a hacerlo, la historia da un giro completo.



Pero volvamos al inicio. De niño, me fascinaban los ninjas. Aquellos guerreros secretos del Japón feudal, misteriosos, que solo mostraban los ojos y se vestían de negro entero para camuflarse en la noche. Imaginen mi felicidad cuando — años más tarde — me enteré de que los ninjas practicaban el ju-jutsu. Películas, libros, revistas, comics, todo lo relacionado al mundo de las peleas me fascinaba. Sin embargo, durante esos años no tuve ningún entrenamiento formal en artes marciales. Cuando el alumno está listo, aparece el maestro, saben decir. Y así fue como a mis veintidós años conocí el jiu jitsu, gracias a mi mestre: Andrés Pérez. Desde ese entonces, me embarqué en esa misión, casi religiosa, de compartir el jiu jitsu.


Había encontrado una herramienta capaz de transformar el mundo. Algunos tildan de locos a los que proclaman su deseo de cambiar el mundo. Lo que ellos no saben, o no entienden, es que el mundo es diferente para cada uno de nosotros. Para mí, por ejemplo, el mundo lo componen todas las personas con las que nos relacionamos día a día. El conserje, la señora del mercado, el panadero, tu jefe, tu jefa, tu familia. Ese es nuestro mundo. Entonces, usando esa lógica matemática que tanto nos martirizaba en el colegio, podemos deducir que: si eres capaz de mejorar el día — o mejor aún, la vida — de la gente que te rodea, eres capaz de cambiar el mundo.


Santiago, Viña del Mar, Cartagena, Miami, São Paulo, Rio de Janeiro, Máncora y prácticamente el Ecuador entero, he conocido gracias al jiu jitsu. He coincidido con personas de todas las culturas, razas, estratos socioeconómicos, creencias, aptitudes, todo un arcoíris de personas diferentes y únicas a su modo. En ese contacto cercano con otros seres humanos, encontré esa virtud del jiu jitsu de poner sobre la mesa una verdad que no muchos ven: el hecho de que todos somos iguales. Todos estamos en este mundo por una razón única. Lamentablemente, vivimos rodeados de odio, de división, de rencor, de una competencia desenfrenada que consiste en hundir al de al lado en lugar de darle la mano para que suba con nosotros. Tristemente, este hecho no nos permite tener relaciones sanas que, a su vez, generen ambientes sanos que fomenten la evolución. Incluso las plantas necesitan un ecosistema balanceado para prosperar, los humanos no somos la excepción.

 

En esta década he sido testigo de una evolución exponencial del jiu jitsu gracias a la tecnología. Suelo ser muy pesimista con el avance de la misma, pero debo admitir que en este caso particular, ha sumado más que restado. Recuerdo mis primeros años de jiu jitsu cuando aún no existían YouTube ni Instagram ni… nada en realidad. Era complicado encontrar material para estudiar. Recuerdo una ocasión en la que imprimí un libro entero en blanco y negro para tener de donde estudiar. El libro era Mastering the Rubber Guard del profesor Eddie Bravo — fundador del equipo 10th Planet. Cada técnica era explicada cuadro por cuadro durante dos o tres páginas. No faltaba el amigo comedido —  que no tenia interés alguno en aprender jiu jitsu —  pero que amablemente me ayudaba a poner en práctica esas técnicas mágicas. 


Esas colchonetas fueron, son y serán mi manera de poner los pies sobre la tierra. En un mundo cada vez más volcado hacia las interacciones digitales, ese lugar — sagrado para algunos, — nos permite tener contacto con otros seres humanos como ningún otro. Si bien la tecnología ha sido una gran herramienta para la evolución del jiu jitsu, hay que reconocer que, por otro lado, la epidemia de sedentarismo, obesidad y adicción a las redes sociales son reales. En este sentido, veo cada vez más necesaria, la creación de espacios donde podamos mantener nuestra humanidad y de paso, aprender a defendernos y cuidarnos por si algún día algún hijo de perra trata de quitarnos lo que es nuestro. Cuando tengamos que pelear por comida, estarán agradecidos de haber comenzado a entrenar.


Quiero terminar este testimonio honrando a mi abuelo Rodrigo. Él es quizás la persona más influyente en mi jiu jitsu. Curiosamente, él nunca entrenó, pero he tratado de integrar ciertas cualidades suyas en mi práctica constantemente. Por ejemplo, mi abuelo era un hombre pequeño en tamaño y, a pesar de ello, era respetado por todos. Hombres y mujeres, viejos y jóvenes, ricos y pobres, por igual. Sus ideas, sus valores, su inteligencia, la forma de tratar a la gente y su liviano carácter lo hacían un maestro del jiu jitsu invisible, — aquel que consiste en ganar peleas sin tener que pelear. También recuerdo su silencio. Recuerdo ver en la pared de la sala de su casa, la sombra de su silueta, en la cual se notaba claramente que tenia la mano en el mentón. Siempre me acuerdo de él sentado, escuchando música clásica y con la mano en el mentón. Esa imagen significa— para mi — la sabiduría. Aquella sabiduría que obtienes cuando escuchas más de lo que hablas. Desde ese entonces aprendí que algunas veces es mejor cerrar la boca y escuchar al resto si queremos evolucionar. Un gran maestro del jiu jitsu, mi abuelo — sin saberlo siquiera. 


Diez años después, solo puedo calcar las palabras de Konstantinos Kavafis, las mismas que decoran la contraportada de un libro suyo: “Aunque pobre la encuentres, / no te engañará Itaca. / Rico en saber y en vida, como has vuelto, / comprendes ya qué significan las Itacas.”


ED

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