No puede ser que el símbolo de felicidad de nuestra sociedad sea un bocado de Coca Cola. Sales a almorzar y ves a un hombre de mediana edad, visiblemente harto de su trabajo y de su familia, destapando una Coca Cola. Toda su vida es un completo desastre, excepto ese momento, frente a una botella de vidrio; de perfil curvo, el mismo de hace cien años. Ves sus ojos llenos de una enferma desesperación, mientras sirve cuidadosamente el tan anhelado elixir, en un vaso repleto de hielos.
Décadas de un marketing de primer nivel, con un presupuesto digno de una empresa multibillonaria. Planificado por mentes maestras y distribuido por poderosos medios de comunicación. Han ido atiborrando la cabeza de este individuo con imágenes de Santa Claus vestido de rojo y blanco jalando su trineo lleno de botellas de ese adictivo manjar. Esas imágenes del oso polar blanco, cuidando de sus cachorros mientras esperaba su añorada Coca Cola, han sido cuidadosamente impregnados en la retina de este individuo por esos genios malvados, año tras año tras año. Un bombardeo sistemático que busca convencerlo de que ese líquido negro –que por cierto es espeluznantemente muy parecido al petróleo– es el Olimpo de la felicidad. Luego, por fin, llega ese primer bocado
¡Aaaah! Esa sensación que ni el mismo Shakespeare podría haber puesto en palabras. Esa bebida llena de azúcar, que bombea incesantemente dentro de él, corre burbujeando por su sistema digestivo, desatando un orgasmo de sensaciones que dura apenas un instante.
¡Oh! Bienvenida felicidad. Un momento de gozo en medio de un infierno lleno de sufrimiento y desidia en nuestra evolución como seres humanos.
¡Oh! En qué mundo vivimos, algo ha fallado – o mejor debo preguntar, ¿en qué HEMOS fallado?
ED
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