Seis kilómetros nos separaban cuando aún estábamos en cuarentena por la pandemia. Todavía se palpaba el miedo en las calles desoladas. Ese miedo a lo desconocido capaz de helar la sangre. Salir a caminar por la ciudad era una aventura distópica, sin carros en las calles y mucho menos personas caminando, ni andando en bicicleta y tampoco nadie conversando en las plazas. Parecía que el mundo se había tragado a todas las personas y había escupido una mezcla de miedo y silencio.
Un par de hombres malencarados me quedaron viendo antes de cruzar la gran avenida. Esperaba que el semáforo cambie a verde a pesar de que no había un solo carro en ese momento. Tan solo el sonido agudo de una sirena que se alejaba poco a poco adornaba el ambiente fantasmal. Sospecho que los dos personajes se intimidaron en algo por el palo de escoba que llevaba atrás en mi espalda, además de la mascarilla, las gafas y la capucha me daban un toque de justiciero urbano. Eso imagino yo, pues dudaron un momento antes de seguirme y prefirieron quedarse ahí, esperando la oportunidad para sorprender a otro incauto que por mala suerte doblase por esa esquina.
El frío característico de Cuenca estaba en su máximo nivel por esos días. La caminata fue muy larga y aún así me demoré en entrar en calor. Ese frío que te pincha los huesos y parece imposible poder recuperar el calor corporal una vez que lo has perdido. Sin embrago, el ansia por el contacto humano obligaba a movilizarse de cualquier manera para poder estar con los seres queridos en esos días — semanas, meses — apocalípticos. En este caso particular, recorrer esos seis kilómetros hasta la casa de mis suegros.
Llegando a mi destino, me detuve un minuto para sacar una botella de agua de mi mochila y observé una familia de venezolanos que descansaban sobre el parterre. Una de tantas familias que dejó sus raíces con la tenue esperanza de encontrar mejor vida en un país hermano. Doctores, ingenieros, arquitectos, postrados en los semáforos abandonados esperando alguna moneda. Una realidad dolorosa que se visibilizó aún más durante la pandemia. Tres adultos — dos hombres y una mujer — estaban sentados alrededor de dos niños que jugaban pateando una botella plástica. Y así, mientras veía a esta familia, como por arte de magia — como aquellas transiciones cinematográficas que te van revelando una imagen desenfocada en segundo plano — pude ver otra realidad detrás.
Al cruzar el rio, había una casa enorme, con un jardín descomunal que se vislumbraba entre los arboles de eucalipto. Dos niños, de edades similares a los otros dos niños venezolanos que vi antes, jugaban dentro de su pequeña ciudad amurallada. Un jardín de por lo menos quinientos metros cuadrados solo para ellos, con arcos de fútbol, columpios y hasta una pequeña casa de árbol pude ver a lo lejos. Una sensación de impotencia me invadió ante esa imagen que tenia ante mis ojos. Me di cuenta que ninguno de los niños que vi había tenido la oportunidad de escoger el mundo en el que nacen. Y que ninguno — al igual que el resto de los ocho billones de seres humanos — teníamos idea de que íbamos a estar encerrados durante todo ese tiempo. Una misma situación. Dos escenarios opuestos.
La cuarentena no es la misma para todos — pensé.
Hoy, sentado en la sala, escribiendo estas palabras con mi café al lado y una leve esperanza de que salga el sol después de todo el día de lluvia, me acordé de esta aventura en medio de la pandemia. Hoy, después de tantas malas noticias, sicariatos, robos, violaciones — no solo en Ecuador, sino en el mundo entero — me pongo a pensar si realmente la pandemia hizo algo para cambiar el mundo.
Me pongo a pensar que pasará, al cruzar el río.
ED
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